Fragmentos viajeros: Como en un viaje atemporal.

El tren ya no es un medio de transporte entre dos puntos. Ya no se trata de sentarse, enchufarse los cascos y perderse en una línea interminable de pensamientos, generalmente nostálgicos, como han sido la mayoría de mis viajes en tren. Ya no hay libros, ni cuadernos, ni viajes a la cafetería, ni conversaciones esporádicas con la señora de al lado. Ya no te sientes estático e inalterable como si la velocidad sólo existiese al otro lado del cristal.
Hubo una vez, no hace tanto tiempo, en que las ventanillas de los trenes podían abrirse a voluntad. Un tiempo en el que podías sacar la cabeza y sentir el viento revolviendo tu pelo con fuerza. En el que esquivar ramas, señales, muros y entradas a túneles empezaba como un juego y terminaba volviéndose un movimiento mecánico. Igual que el acto reflejo de cerrar la ventana a toda velocidad antes de llegar al túnel para no ahogarte en vapor. O el de rascar tus ojos frenéticamente cada vez que una esquirla de carbón, o acaso un mosquito despistado, se cuela en tu ojo. Hubo una vez trenes de vapor en los que el tiempo marchaba a otro ritmo.

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